
En estos días, en los que se cumple el veinte aniversario de la caída del muro de Berlín, el Sr. Dilettante recuerda con nostalgia su viaje a Berlín en la primavera del feliz año 1987, dos años antes de tan celebrado acontecimiento. Es decir, el triunfo hegemónico de un sistema cruel que se sustenta en la miseria del 70% de la población mundial.
En 1987 el Sr. Dilettante estudiaba Ciencias de la Información en la UPV y participaba en las actividades del “gaztetxe” de Bilbao (básicamente ver conciertos de bandas locales y beber cerveza), cuando por iniciativa de uno de los asiduos se empezó a promover una visita-intercambio con las casas ocupadas de la zona occidental de Berlín, las cuales estaban en su mayoría enclavadas en el barrio de Kreuzberg. Lo que empezó siendo una idea para tres personas, acabo siendo un viaje de dos autocares, tipo inserso, pero en radical y alternativo. Tras múltiples asambleas se fue perfilando el viaje, diversos colectivos berlineses con casas ocupadas nos acogerían en sus domicilios y nos servirían de guías turísticos en la ciudad.
Coincidiendo con las vacaciones de Semana Santa, además de ocupas éramos estudiantes y/o trabajadores, embarcamos en los autobuses y nos dispusimos a afrontar las cerca de 40 horas que iba a durar la travesía. El paso por las fronteras (sí, queridos, en aquella época todavía existían las fronteras intracomunitarias) se convirtió en una pesadilla. En la expedición iba gente con ordenes de detención, consumidores de drogas incapaces de prescindir de de sus sustancias favoritas y los implacables aduaneros, que se mostraron siempre extremadamente susceptibles con nosotros, llegando a considerar los palos de una txalaparta como terrorificas armas de destrucción masiva.
En aquellos tiempos Berlín era un islote de la RFA enclavado en el corazón de la RDA, para llegar a ella había que circular bastantes kilómetros por una autopista, que a manera de cordón umbilical la unía con el paraíso capitalista. Entrar en la RDA supuso un regreso a los primeros 70 españoles. Pantalones de campana, camisas entalladas y el coche Trabant, coches que sus propietarios tuneaban con gran imaginación pero con mucha pobreza de medios. Igualito igualito que en la España en la que habíamos sido niños.

Al llegar a Berlín los controles fronterizos fueron especialmente minuciosos y dejaron ya sin drogas a los toxicómanos más prudentes y cuidadosos. Durante el trayecto por la ciudad hasta el punto de reunión gozamos del privilegio de una escolta motorizada de la Polizei, lo que nos hizo sentirnos como embajadores o estrellas de Hollywood. La realidad se reveló mucho mas dura. Algún periodista iluminado había publicado que 200 autónomos del País Vasco se iban a desplazar hasta Berlín para montar bronca. En fin, los servidores del orden público alemanes, de una manera discreta pero constante, nos estuvieron acompañando a lo largo de nuestra semana berlinesa.
Los ocupas alemanes nos repartieron entre las diversas casas, las cuales, como norma, tenían unos niveles de habitabilidad similares a nuestros respectivos hogares. Resulta que desde hacía un par de años habían llegado a algún tipo de acuerdo con el gobierno berlinés y este les permitía habitar en las casas a cambio de unos alquileres simbólicos. Como curiosidad, había un grupo de lesbianas militantes que se hacían llamar las amazonas, llevaban la cabeza afeitada y tenían en la espalda de sus chaquetas pintada un hacha de doble filo, que tenían un ring de boxeo en su casa ocupada y dijeron que ellas solo aceptaban mujeres. No recuerdo si alguna accedió.
Berlín atraía a gran número de jóvenes de toda Alemania ya que sus habitantes estaban exentos de hacer el servicio militar, además pagaba algún tipo de salario a los estudiantes universitarios y parados, por lo que se convertía en un imán, no solo para los alemanes, sino para cualquier persona inquieta.
De la casa que nos toco en suerte recuerdo a un chico procedente de Berlín este que había conseguido pasar al lado occidental tras haber pasado un año en la cárcel. Mostraba constantemente su decepción y lamentaba haberse dejado tentar por el capitalismo. Ejerció como cicerone durante nuestra visita.
El plan de viaje fue muy relajado, visitamos radios libres, imprentas semi clandestinas (en una de ellas el RAF acababa de editar su último comunicado), fiestas alternativas en las que cocinábamos alubiadas y se tocaba la txalaparta…en fin, todo el folkore que se puede esperar en un viaje de estas características. Sin embargo la mayor parte del tiempo lo pasamos visitando la ciudad.
Un día cruzamos, sin nuestro guía por supuesto, a Berlín oriental por el célebre Checkpoint Charlie. Una guardia fronteriza, clavadita a Lotte Lenya en las películas de James Bond, fue en exceso suspicaz acerca del cigarrillo liado que me había colocado detrás de la oreja. Creyendo que trataba de introducir droga en el paraíso de los trabajadores me hizo pasar a una dependencia anexa donde registraron mis pertenencias y me hicieron algunas preguntas bastante inocuas. Mientras, mis acompañantes discutían sobre si me estarían haciendo ponerme en cuclillas desnudo y saltar (uno de ellos afirmaba que la policía griega le había sometido a tan extravagante procedimiento con el fin de que expulsase cualquier cuerpo extraño que llevase alojado en el recto), o sobre si directamente estarían hurgando con guantes de latex en mis delicadas cavidades corporales. Cuando obtuve el placet de la achaparrada policía y pasamos finalmente a Berlín Oriental tuve que desengañarles y decirles que mis cavidades corporales no habían sido sometidos a ningún tipo de procedimiento invasivo, y que tampoco había sido obligado a realizar ningún tipo de ejercicio gimnástico en pelotas.

- Klaus, trrraeme el guante de goma.
Berlín occidental resultaba muy caro para nuestras depauperadas economías, el Sr. Dilettante manejaba un presupuesto diario de alrededor de diez marcos (unas setecientas pesetas, es decir menos de cinco euros) para comer, fumar y usar el transporte público. Lo que se traducía en comer kebaps (fue la primera vez que los probé), fumar tabaco de liar, beber agua e intentarnos colar en el metro cuando podíamos, aunque esto último nos causaba cierto reparo ya que los vigilantes del metro berlinés tenían fama de violentos y algunos miembros de la expedición recibieron alguna paliza por tan nimio motivo. El caso es que, para pasar a Berlín oriental era requisito indispensable cambiar 30 marcos de la RFA por 30 marcos de la RDA, sin posibilidad de retorno, es decir había que procurar gastárselos todos, salvo que quisieras conservar alguna moneda como recuerdo.
Berlín oriental resultó ser lo opuesto en cuanto a precios, algunas de las necesidades básicas como la comida y el transporte tenían unos precios irrisorios, incluso para los estándares de unos españolitos, por lo que nos dedicamos alegremente a dilapidar nuestros marcos RDA en comida, cerveza (que ya no resultaba tan barata), puros cubanos (caros) y regalos para nuestras atribuladas madres (la madre del Sr. Dilettante usó durante 15 años el funcional wasserlkessel que adquirí en un mercadillo de la ciudad) que no sabían muy bien que estaban haciendo sus hijos en el otro extremo de Europa. Lo poco que vi de la RDA y por extensión del bloque comunista me dejo un recuerdo agradable.
El último día, tras obsequiar a nuestros anfitriones con una tortilla de patatas completamente deshecha, decidimos gastarnos nuestros últimos marcos en discos (de vinilo), cintas magnetofónicas y tebeos. Nos embarcamos en nuestros autobuses y tras aproximadamente 40 horas de viaje repletas de incidencias, llegamos a casa.
Desdichadamente, el reportaje fotográfico del viaje no salió demasiado bien por lo que las fotografías que ilustran esta entrada las he ido mangando de diferentes sitios de la red.

¡Viva el mal! ¡Viva el capital!