Para los que fuimos niños y adolescentes en las décadas de los 70 y 80 del siglo pasado, el centro comercial era un lugar en la que los niños y adolescentes de las series que veíamos en TV iban a pasar la tarde tras pedirles pasta a sus progenitores. Nosotros, mucho menos evolucionados, pasábamos las tardes en las plazas y parques esperando poder ingresar en el que era (y es, mal que nos pese) el lugar de ocio por excelencia en España: el bar. A comienzos de los años 90 empezó a implantarse por todo este país este artefacto diabólico del capitalismo. Está claro que toda esa legión de niños y adolescentes, ya jóvenes y no tan jóvenes, formados y deformados por toneladas de televisión y cine americano sucumbimos rápidamente ante esas moles arquitectónicas que prometían todo tipo de maravillas y nos colocaban de golpe y porrazo en la modernidad más absoluta.
El Sr. Dilettante también cayó rendido en un primer momento ante esos brillantes encantos, aunque tras un par de visitas comprobó, un poco defraudado, que tampoco era para tanto. La Sra. Diletante, siempre más perspicaz, ha renegado de ellos desde el primer momento Actualmente y por circunstancias puramente coyunturales el Sr. Diletante se ve obligado a comer un par de veces al mes en uno de estos diabólicos engendros, eso sí, para distinguirme de la masa y sentirme un poco más cosmopolita suelo tomar mi colación en un simulacro de restaurante japonés llamado Yokomo (¿Captan la sutileza del juego de palabras?). Aunque si otro día me siento mas convencional también puedo escoger entre comer en un simulacro de restaurante italiano o incluso en un simulacro de bar de tapas vasco.
Los centros comerciales son la culminación del ocio (de pago) planificado. Permiten al usuario acercarse en su vehículo, hacer todo tipo de compras (desde las más corrientes a las más descabelladas) y culminar la tarde noche cenando en alguno de los abrevaderos del lugar y viendo una película o en casos extremos jugando en una bolera. A los niños se les puede aparcar en guarderías o mini parques infantiles mientras esa parejita joven de moda se da una vuelta para ver escaparates y renovar el guardarropa y/o el menaje del hogar.
Lo que en principio puede parecer un buen plan, por comodidad, se convierte en una pesadilla uniformadora, en plan “1984”. El mínimo común denominador se rebaja tanto para intentar captar al mayor número de clientes posible que todo es estándar, la ropa, los libros, las películas. Los restaurantes no pasan de ser simulacros de aquella especialidad que quieren imitar estando el resultado final más cerca de los restaurantes de comida basura, que en los centros comerciales hallan sin duda su espacio natural, que de los modelos por los que se intentan hacer pasar.
Toda esta oferta de ocio vacío y de pago, va evidentemente orientada a las clases más populares, que así realizamos nuestro simulacro de “shopping”, mientras nos imaginamos que algún día quizá podamos hacer lo mismo, pero de verdad, en la C/Serrano o en las boutiques de los Campos Eliseos.
No todo va a ser negativo. El Sr. Dilettante reconoce que si algún día el infierno se llena y los muertos caminan sobre la tierra, correrá como loco al centro comercial más cercano a hacerse fuerte y resistir allí a las hordas de zombis y de motoristas asesinos.
El Sr. Dilettante también cayó rendido en un primer momento ante esos brillantes encantos, aunque tras un par de visitas comprobó, un poco defraudado, que tampoco era para tanto. La Sra. Diletante, siempre más perspicaz, ha renegado de ellos desde el primer momento Actualmente y por circunstancias puramente coyunturales el Sr. Diletante se ve obligado a comer un par de veces al mes en uno de estos diabólicos engendros, eso sí, para distinguirme de la masa y sentirme un poco más cosmopolita suelo tomar mi colación en un simulacro de restaurante japonés llamado Yokomo (¿Captan la sutileza del juego de palabras?). Aunque si otro día me siento mas convencional también puedo escoger entre comer en un simulacro de restaurante italiano o incluso en un simulacro de bar de tapas vasco.
Los centros comerciales son la culminación del ocio (de pago) planificado. Permiten al usuario acercarse en su vehículo, hacer todo tipo de compras (desde las más corrientes a las más descabelladas) y culminar la tarde noche cenando en alguno de los abrevaderos del lugar y viendo una película o en casos extremos jugando en una bolera. A los niños se les puede aparcar en guarderías o mini parques infantiles mientras esa parejita joven de moda se da una vuelta para ver escaparates y renovar el guardarropa y/o el menaje del hogar.
Lo que en principio puede parecer un buen plan, por comodidad, se convierte en una pesadilla uniformadora, en plan “1984”. El mínimo común denominador se rebaja tanto para intentar captar al mayor número de clientes posible que todo es estándar, la ropa, los libros, las películas. Los restaurantes no pasan de ser simulacros de aquella especialidad que quieren imitar estando el resultado final más cerca de los restaurantes de comida basura, que en los centros comerciales hallan sin duda su espacio natural, que de los modelos por los que se intentan hacer pasar.
Toda esta oferta de ocio vacío y de pago, va evidentemente orientada a las clases más populares, que así realizamos nuestro simulacro de “shopping”, mientras nos imaginamos que algún día quizá podamos hacer lo mismo, pero de verdad, en la C/Serrano o en las boutiques de los Campos Eliseos.
No todo va a ser negativo. El Sr. Dilettante reconoce que si algún día el infierno se llena y los muertos caminan sobre la tierra, correrá como loco al centro comercial más cercano a hacerse fuerte y resistir allí a las hordas de zombis y de motoristas asesinos.

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