El Sr. Dilettante desde que tiene uso de razón es un lector voraz. Su primera aproximación total a la lectura fue a la tierna edad de seis añitos en la que se leyó alegremente una adaptación juvenil, como se decía en los felices 70, de la Iliada. El repelente niñito, que sin ningún género de duda debía de ser, no se enteró de nada, pero salían unas cuantas ilustraciones chulísimas de guerreros sacudiéndose con espadas y lanzas y sobre todo caló en él la sensación puramente intuitiva de que eso debía de molar mucho. Con los años, la práctica, y sobre todo, que se trata de una actividad que como mejor se practica es tumbado adquirí mi hábito lector, que con el tiempo se ha convertido en otra de las múltiples adicciones que me adornan.
Pasaron los años devorando todo tipo de libros, panfletos, revistillas y tebeos (recuerdo con especial cariño las toneladas de novelitas de a duro que leí durante la época atroz de la mili encerrado en el cuarto de las lavadoras y vibrando con los sangrientos tiroteos del lejano oeste mientras se centrifugaban una y otra vez unas mantas), primero leyendo absolutamente todo lo que caía en mis manos y luego arrasando con los géneros uno a uno (novela negra, cf, terror, fantasía…). Anualmente establezco unos deberes mínimos y me leo alguna de las grandes obras de la literatura universal. Ustedes saben, un quijote, unos rusos, algo de realismo mágico, alguna que otra recomendación del babelia, en fin eso que hace que esta actividad lúdica esté mejor vista que la afición al futbol o a los videojuegos.
Pues bien, hace unos años en una charla distraída de café con unos compañeros salió a relucir el Ulises, ya saben la obra inmortal del no menos inmortal escritor irlandés James Joyce. Pese a ser todos lectores impenitentes ninguno lo había leído. Puesto a remediarlo, me lo impuse como tarea y me acerqué a una librería de tercera o cuarta mano que se encontraba muy cerca de la que era entonces la mansión Dilettante y conseguí por una cantidad muy razonable un ejemplar en dos tomos de tan magna obra. Debería de haber hecho como Borges, el muy truhán afirmó que con echar un vistazo a diversas páginas del libro ya se había empapado lo suficiente de su esencia. Pero no, supongo que eso es lo que distingue a los genios, yo me empeñé en “apretarmelo” (y en este caso la imagen que sugiere el verbo “apretar” es muy precisa) enterito. Para llevar a cabo tan ardua misión llegué incluso a seguir las directrices de un club de lectura argentino (¿esperaban otra cosa?) e inicie la tarea. Imagínense al Sr. Dilettante en el contexto de un tren TALGO parado en pleno agosto en mitad de la meseta castellana, con una resaca tirando a fuerte, sudando con profusión y con su ejemplar del Ulises abierto sobre las piernas. En esa situación y gracias a un retraso de más de dos horas conseguí rematar el tocho. Con la lengua fuera por la concentración, leí, asimilé y creo que comprendí el larguísimo monólogo interior de la descocada Molly Bloom y con un larguísimo suspiro de satisfacción cerré el condenado libro. Misión cumplida, acababa de ingresar en el selecto club de los lectores que habían leído “Ulises”.
Del libro poco les puedo comentar que no hayan dicho otras personas con mas criterio y sensatez. Si les puedo decir que lo use como recurso de seducción con la Sra. Dilettante, presentándome a nuestras citas con el debajo del brazo como quien no quiere la cosa y comentándole ocasionalmente algún pasaje. Supongo que tan burda artimaña no paso desapercibida a su ingenio afiladísimo. Pero ya saben ustedes como son los novios, se lo perdonan todo. Pese a todo, el Sr. Dilettante es una persona agradecida y no puede menos que decir:
¡Gracias James Joyce!
Pasaron los años devorando todo tipo de libros, panfletos, revistillas y tebeos (recuerdo con especial cariño las toneladas de novelitas de a duro que leí durante la época atroz de la mili encerrado en el cuarto de las lavadoras y vibrando con los sangrientos tiroteos del lejano oeste mientras se centrifugaban una y otra vez unas mantas), primero leyendo absolutamente todo lo que caía en mis manos y luego arrasando con los géneros uno a uno (novela negra, cf, terror, fantasía…). Anualmente establezco unos deberes mínimos y me leo alguna de las grandes obras de la literatura universal. Ustedes saben, un quijote, unos rusos, algo de realismo mágico, alguna que otra recomendación del babelia, en fin eso que hace que esta actividad lúdica esté mejor vista que la afición al futbol o a los videojuegos.
Pues bien, hace unos años en una charla distraída de café con unos compañeros salió a relucir el Ulises, ya saben la obra inmortal del no menos inmortal escritor irlandés James Joyce. Pese a ser todos lectores impenitentes ninguno lo había leído. Puesto a remediarlo, me lo impuse como tarea y me acerqué a una librería de tercera o cuarta mano que se encontraba muy cerca de la que era entonces la mansión Dilettante y conseguí por una cantidad muy razonable un ejemplar en dos tomos de tan magna obra. Debería de haber hecho como Borges, el muy truhán afirmó que con echar un vistazo a diversas páginas del libro ya se había empapado lo suficiente de su esencia. Pero no, supongo que eso es lo que distingue a los genios, yo me empeñé en “apretarmelo” (y en este caso la imagen que sugiere el verbo “apretar” es muy precisa) enterito. Para llevar a cabo tan ardua misión llegué incluso a seguir las directrices de un club de lectura argentino (¿esperaban otra cosa?) e inicie la tarea. Imagínense al Sr. Dilettante en el contexto de un tren TALGO parado en pleno agosto en mitad de la meseta castellana, con una resaca tirando a fuerte, sudando con profusión y con su ejemplar del Ulises abierto sobre las piernas. En esa situación y gracias a un retraso de más de dos horas conseguí rematar el tocho. Con la lengua fuera por la concentración, leí, asimilé y creo que comprendí el larguísimo monólogo interior de la descocada Molly Bloom y con un larguísimo suspiro de satisfacción cerré el condenado libro. Misión cumplida, acababa de ingresar en el selecto club de los lectores que habían leído “Ulises”.
Del libro poco les puedo comentar que no hayan dicho otras personas con mas criterio y sensatez. Si les puedo decir que lo use como recurso de seducción con la Sra. Dilettante, presentándome a nuestras citas con el debajo del brazo como quien no quiere la cosa y comentándole ocasionalmente algún pasaje. Supongo que tan burda artimaña no paso desapercibida a su ingenio afiladísimo. Pero ya saben ustedes como son los novios, se lo perdonan todo. Pese a todo, el Sr. Dilettante es una persona agradecida y no puede menos que decir:
¡Gracias James Joyce!
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